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lunes, 21 de enero de 2019

CUESTIONES OLFATIVAS






La tienda de ultramarinos de Ordoñez, en Ferraz esquina Buen Suceso, olía, fundamentalmente, a café molido y a los anises de los caramelos multicolores que exhibía en las formidables damajuanas de cristal con sus tapones de corcho que tenía alineadas a lo largo de un tramo del inmenso mostrador de madera de dos cuerpos. Con agrado recuerdo la cafetería Tucumán, situada en el barrio, cerca de Ordoñez sólo que en la calle Marqués de Urquijo, frente a la pescadería de la Bilbaína y al lado de la pastelería Vicor, hacían las mejores tortitas de caramelo de Madrid y los sandwiches mixtos esponjosos y deliciosos. con lo cual el olor a tostada y café me es inolvidable. Si no recuerdo mal, mi tío Félix Hernández-Gil celebró un bautizo de alguna de sus hijas, allí. Tampoco es de extrañar pues quedaba cerca de Princesa donde vivía abuelita.





La casa de Baños de Montemayor, la de la Iglesia, a maderas enceradas. Olía a la cera que se aplicaba a los muebles, suelos, puertas y todo lo demás que era convenientemente embadurnado poco antes de nuestras vacaciones de verano, con la finalidad de limpiar y conservar las maderas con que estaba hecha la, prácticamente, totalidad de la casa: la galería, el cuarto de estar, alcobas y dormitorios, escaleras de bajada al zaguán y las que iban desde la cocina a la despensa de abajo (el suelo de la cocina, sin embargo, era de pizarra).






En Villa Isabel, la casa de Luciano (que tenía funciones de empleado de servicios múltiples: jardinero, hortelano, guarda, cestero, relojero, campanero) y su taller en particular a vergancha cocida. Agradable olor dulzón de la melaza depositada en el agua donde debía cocer la madera de castaño que no se si antes o después pero, eso sí, inmediatamente era horneada, con lo que incorporaba el olor de madera tostada a la mezcla. Nos extasiábamos en el taller de Luciano, viéndole hacer cestos con una destreza y rapidez inigualable; con sus relatos interesantes y así pasábamos las horas, Mi madre llamaba al taller la jurra. Porque ella prefería que estuviéramos al aire libre. Cuando salíamos de la jurra, de paso por la cocina en la que entrábamos pocas veces cuando estaba haciendo merienda cena Luciano que, indefectiblemente, consistía en gazpacho de huevo frito, a esto es a lo que olía: al ajo, vinagre, aceite, etc.... De paso el boj regado del jardín de Villa Isabel.






La panadería de Jaime en Marqués de Urquijo con el pan de Viena recién hecho y amontonado en unas grandes banastas de mimbre a la espera de ser repartido. 






La casa de tía María Antonia en Guareña, la entrada, en el zaguán donde estaba la cancela, a limpieza, a cepillo de raíz y jabón del que se hacía en casa. Y, del patio hacia la puerta falsa me olía a productos desinfectantes que eran almacenados para curar la viñas a su debido tiempo. Siempre asocié este olor al que emanaba del portal de una casa por la que pasaba a diario cuando salía del colegio y encaraba el paseo del Pintor Rosales desde Ferraz, allí había un piso destinado a oficinas de Cruz Verde.






La calle Pintores de Cáceres me olía, cuando tenía cinco años, a anises, caramelos, bolas de chicle. Este olor lo tenía identificado en otro lugar, la calle de las tiendas de Béjar. 


Más olores. Fundamental. Básico:






El de la casa de Guareña. De la abuelita Magdalena en Guareña. Porque, entonces las llamábamos “abuelitas” y no pasaba nada. Bueno pues el aroma era excepcional. No se sí lo podré explicar. Olía a una mezcla deliciosa, iba a decir divina pero me parece excesivo, de chacina de la matanza con horno del pan que se hacía en casa, con limpieza, con aceite de los molinos, con alacenas repletas de queso, de aceitunas (creo que, sin embargo, odiadas por mi abuelo), todo mezclado con el olor de la plancha caliente, bien atiborrada de brasas de carbón que se utilizaba para alisar la ropa blanca previamente impregnada en almidón y el pimentón con que se adobaba los lomos de cerdo que se guardaba en enormes orzas.







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