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miércoles, 20 de mayo de 2015

UNA SOLICITA SERVIDUMBRE

En nuestra casa de Baños de Montemayor no había teléfono, ni lo ha habido nunca (ahora con la proliferación de los móviles no se hace necesario disponer de lo que se denominaban fijos y a todo el mundo se les hacían imprescindibles.). Las llamadas las recibíamos en el teléfono de la carnicería de Eugenio Fernández (Angelete) quien amablemente nos dispensaba la utilización del suyo. Dado lo esporádico de las comunicaciones de entonces no debía ser muy gravosa nuestra coyuntural incomodidad que era recibida con inusual complacencia por parte de la familia del alcalde.
Mi padre no quiso poner el teléfono porque le parecía que era un gasto superfluo cuando prácticamente sólo íbamos a Baños en los meses de verano. Tampoco quiso acceder a la instalación gratuita (le parecía feo) que le dispensaba su amigo Barrera de Irímo, que por aquél entonces era Presidente de Telefónica, aunque fuera a cambio de tolerar discurrieran por nuestra casa (por la fachada, por debajo del balcón corrido) los cables que la empresa debía instalar para dar servicio a otros usuarios de la localidad.
La servidumbre de telefonía, que asumieron en nuestro favor la familia de Angelete, se hizo más gravosa cuando mi hermano Antonio fue elegido Presidente Nacional de Alianza Popular. Momento en el que, cuando Antonio estaba en Baños, las comunicaciones eran más frecuentes y desde allí se atendían no sólo conversaciones domésticas, sino políticas e incluso entrevistas radiofónicas o televisivas. Igualmente la molestia, indudable, era recibida con gran complacencia por el altruista titular del “predio sirviente”. Por esto y por múltiples razones más es por lo que mantenemos una familiar-amistad con la familia de Eugenio. 
Pero volviendo a épocas, ya, remotas no puedo olvidar cuando durante nuestras estancias veraniegas, acompañaba casi a diario a mi madre a la Centralita de Baños (al mediodía y/o por la noche) para establecer las comunicaciones de rigor con mi padre que, casi siempre, permanecía en Madrid trabajando en el Ministerio, y de las que quería relevar por sus obvios costes económicos a los dueños del dispositivo ofrecido. El protocolo tecnológico era para mi un misterio. La capacidad que tenían las hijas del vecino, del hermano de Luciano, primero y, posteriormente, el hijo de éste, para controlar las multitud de clavijas que, constantemente, entraban y sacaban; y la rapidez con que apretaban y extraían las pestañas de latón que debían accionar para que la prestación del servicio comunicación surtiese plena eficacia; me llamaban poderosamente la atención y me extasiaban con su curiosa e inconcebible, para mi, manipulación de las operadoras así como con su frenética y mántrica atiplada verborrea: 
-“Aldeanueva, me pones con la Garganta, pesada que llevo esperando una hora...”.
-“Sra. pase a la cabina nº 2....”

A todo esto, durante la locución de mi madre recuerdo que los acompañantes de turno nos salíamos al callejón, para sentarnos en el banco de madera pintado de verde, existente entre las cocinas y lavanderías del Gran Hotel y el huerto de los Lagares.