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lunes, 12 de febrero de 2018

EN ROSALES







En el cuarto de plancha había una mesa de madera situada al lado de la ventana que daba a un inmenso patio de luces. En esa mesa se planchaba. Desde la ventana del cuarto de plancha se veían las terrazas de las casas del edificio de la esquina de Marques de Urquijo con Ferraz. Se ven también las cocheras del edificio, que fue, de los herederos del General Weyler, donde vivía Cafarell, el actor. Por esa ventana entraba muchísima luz, lo que era muy bueno para las tareas de planchado. Aunque éstas se realizaban, fundamentalmente, al final de la tarde. El patio se une con el de la casa de L. E. Aute. Hoy en día, vive en ese edificio Pedro Almodóvar. Tal vez sea en la misma que se la haya comprado. Por aquello que los dos son del espectáculo.

La mesa de madera del cuarto de plancha (o cuarto de la seño) era rectangular con un cajón en el centro, en el que guardaban el mistol en bolsitas monodosis, el cepillo de la ropa y un paño blanco con los que perfeccionar, en última instancia, pantalones o camisas que no hubieran quedado del todo bien; o con los que no hubiera podido la lavadora “Bru” de carga superior-vertical en forma de bidón, antediluviana, que estaba instalada en el fregadero. Donde estaba la fresquera en la que guardar productos perecederos como las perdices que cazaba mi padre en Los Quintos de Mora o las tortas del Casar que le regalaba un pariente de Don Martín Tovar. La fresquera se hallaba situada sobre la ventana que daba al patio interior; el de las pesas de los ascensores principal y de servicio. También había una pila en la que se solía dar un primer golpe de jabón a la ropa que luego se ultimaba en la lavadora. El jabón lo hacíamos en casa con el aceite que sobraba. Este aceite nos lo traían de Guareña. Era el de los olivares del Parque. El aceite usado se iba almacenando en un recipiente grande y cuando estaba lleno se procedía a la confección de la sustancia jabonosa sobre el principio activo graso al que se le añadía la correspondiente medida de sosa caustica que era convenientemente removida hasta que adquiría consistencia para, finalmente, escanciar la pasta así conseguida en un cajón de madera ad hoc que, previamente era, forrado de papeles de periódicos leídos. Esto era verdadero ecologismo y economía circular. Así permanecía la sustancia durante una noche y al día siguiente se procedía a cortar en pastillas el resultado de la mezcla que ya se había solidificado.


En el cajón de la mesa guardábamos la manta y la sabanita sobre las que, a modo de peculiar muletón, se gestionaba el planchado de ropas, entre las que destacaban, por el especial cuidado que se dispensaba, las camisas y los pantalones de mi padre. Este particular cometido era avocado con sumo interés por la seño. Y lo ejercía con maestría que rayaba casi en la perfección. Bien es cierto que aunque todo lo hacía muy bien, a estas prendas les dedicaba singular esmero y precisión. Durante la ejecución de las tareas interpretaba tonadas casi siempre religiosas. Recuerdo que mientras planchaba perpetraba "corazón santo" o “las de la Calle Calero” que intercalaba con encendidos elogios a las bondades de mi padre:


- "el pobrecito señó que bueno es, ...con tanto shijos.."
- "el no mira nada más que por el bien de susshijos"
La mesa de plancha que se alineada sobre la pared de enfrente del cuarto, soportaba el artefacto imprescindible para el planchado (esto es, la plancha) en el extremo derecho. De un enchufe situado en el inmediato superior más próximo, recibía la electricidad que la calentaba con tal intensidad que tenía chamuscado el extremo derecho de la mesa en algún descuido o por la prolongación excesiva de las fases de reposo y tener que acudir a otros menesteres domésticos. Estos percances eléctricos de menor importancia gustaba encomendárselos para su reparación a Puig con el que tenía bastante feelling (como con el Sr. Sebastián que era el administrador del edificio, Barberán, para las persianas, Pellicer, para la cerrajería en general o Silvestre, para los asuntos de fontanería)
Me llamaba la atención lo limpio y confortable que era el cuarto de plancha, en su consideración general y la mesa en particular. 

Entre la mesa y la cama de la Seño se colocaba la silla baja de enea en la que llegué a ver, en alguna ocasión, a la Pepa zurcir. Sus zurcidos eran famosos por la meticulosidad con la que los llevaba a cabo, a pesar de su edad y sus bordados, primorosos. Alguna vez le oí decir a Mamá que, la Pepa, en alguna ocasión había llegado a utilizar para determinadas labores de precisión un cabello. 
En esa silla la Seño leía en sus pocos ratos libres las recetas del Hola que luego nos interpretaba con bastante maestría a Manolo y a mí. 
La distribución del cuarto se completaba con la máquina de coser Singer y las literas abatibles de las muchachas. Me producía una especial curiosidad presenciar el cambio de canillas de la máquina de coser y la pericia con la que lo hacía Manola, la modista.
Si Borges hubiera conocido la mesa del cuarto de plancha, entonces vería en ella, como yo, el poniente en Querétaro en el que se reflejaba la rosa de Bengala y no en el fatuo aleph de las narices.

Pasábamos las tardes tranquilas, los hermanos juntos, mis padres en el cuarto de estar y la seño proyectando sobre mi imaginación mientras planchada, sus idílicas representaciones del “Almendrillo”, la finca de los señores condes de Santa Olalla que tenían en Los Cuatro Lugares de Cáceres (Hinojal, Santiago del Campo, Talaván y Monroy). Eran buenísimos. Muy cristianos. La señorita Guiomar: guapísima. Una santa. Y, el Almendrillo, fascinante. Lo bonita que era la finca. Productiva. Las matanzas de su abuelo Jerónimo. El tío Pére. 
-"de tó, de tó, de tó tenían mis abuelos, Dieguito, no les faltaba de ná".

He de reconocer que me encantaban aquellos relatos del cuarto de plancha.