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jueves, 10 de abril de 2014

MI INCONCEBIBLE UNIVERSO



Aldo pierde el tiempo. El universo es inconcebible. Pero igual de inconcebible que otras desproporciones inconmensurables. Tampoco os molestéis: Bosón, Higgs o Alfredo. Persisto en la teoria de la ultrainconcebibilidad. Sin embargo a Ray, por ejemplo, lo inscribiría en una corriente modernista rectificada con cierto amejoramiento uderground psicorevolucionario. Disculpa mi atrevimiento. Estos son tiempo de rosas. Del color de la rosa de Bengala que Borges, sí, concibió en Aleph. Ya se fueron los claveles urbanos y se marchitaron las pintorescas peonías en Las Paredes. Los berros del arroyo de Las Encinas eran el habitat de las maravillosas pintadas salamandras que capturábamos mi hermano Manolo y yo pensando venderlas en el acuario de Critikian. Juan-René Critikián Rocafort vendía y compraba bichos raros y los exponía en su tienda de Rosales. También se dedicaba a organizar excursiones convencionales por la península (de ahí la flota de autobuses de Juliá Tours que solíamos ver aparcados en Rosales); y, de turismo extrm, por las selvas amazónicas allá por los inconcebibles años setenta.

Como el pánico que nos producía el desgarrador grito insostenible de aquella “avecita de oro”, de la orihuela o la oriolus-oriolus -como la conocía mi padre que se sabía el nombre científico de una infinidad de especies, porque decía se lo habían enseñado en una asignatura que estudió en su Bachillerato que se llamaba “Rudimentos de Agricultura”. Nos quedábamos perplejos con la cantidad de nombre científicos que recordaba. Mi hermano Juan Luis y Eugenita, durante algún tiempo, continuaron con esa afición-. El grito inmanescente era como una indignada protesta salvaje, desde la más alta rama del ralo alcornoque que emergía junto al brocal del pozo del camino de la Huerta, un lógico reproche ante nuestra brutal apropiación del nido eclosionado Y la felicidad que sentimos, por el acto de justicia inmediata que nos llevó a restituirlo, ganando el silencio de la canora.

"Una brumosa noche esconde hermosura. Húmedos muros que anuncian una historia de calles pegajosas por el fango urbano. Lucen, silenciosas, bullicio acromático que ilumina mi ausencia. Agua, frío y luz... La sombra no espera. Fuera: la luna inexistente alumbra todo. Rosa, fuego y aroma... Un onomatopéyico ladrido callejero anuncia un drama de conciencias rigurosamente degeneradas y, culpablemente, silenciadas. Graves instrumentos sin apenas templar. Oro... frio, agua... invaden NUESTRA inocencia."

La tienda de ultramarinos de Ordoñez en Ferraz esquina Buen Suceso, olía a café molido (fundamentalmente) y a los anises de los caramelos multicolores que exhibía en las formidables damajuanas de cristal con sus tapones de corcho que tenía alineadas a lo largo de un tramo del inmenso mostrador de madera de dos cuerpos.

La casa de Baños de Montemayor, la de la Iglesia, a maderas enceradas. Olía a la cera que se aplicaba a los muebles, suelos, puertas y todo lo demás que era convenientemente embadurnado poco antes de nuestras vacaciones de verano, con la finalidad de limpiar y conservar las maderas con que estaba hecha la, prácticamente, totalidad de la casa: la galeria, el cuarto de estar, alcobas y dormitorios, escaleras de bajada al zaguán y las que iban desde la cocina a la despensa de abajo (el suelo de la cocina, sin embargo, era de pizarra).

En Villa Isabel, la casa de Luciano (que tenía funciones de empleado de servicios múltiples: jardinero, hortelano, guarda, cestero, relojero, campanero) y su taller en particular a vergancha cocida. Agradable olor dulzón de la melaza depositada en el agua donde debía cocer la madera de castaño que no se si antes o después pero, eso sí, inmediatamente era horneada, con lo que incorporaba el olor de madera tostada a la mezcla. Nos extasiábamos en el taller de Luciano, viéndole hacer cestos con una destreza y rapidez inigualable; con sus relatos interesantes y así pasábamos las horas, Mi madre llamaba al taller la jurra. Porque ella prefería que estuviéramos al aire libre. Cuando salíamos de la jurra, de paso por la cocina en la que entrábamos pocas veces cuando estaba haciendo merienda cena Luciano que, indefectiblemente, consistía en gazpacho de huevo frito, a esto es a lo que olía: al ajo, vinagre, aceite, etc.... De paso el boj regado del jardín de Villa Isabel.

La panadería de Jaime en Marqués de Urquijo con el pan de Viena recién hecho y amontonado en unas grandes banastas de mimbre a la espera de ser repartido. 

La casa de tía María Antonia en Guareña, la entrada, en el zaguán donde estaba la cancela, a limpieza, a cepillo de raíz y jabón del que se hacía en casa. Y, del patio hacia la puerta falsa me olía a productos desinfectantes que eran almacenados para curar la viñas a su debido tiempo. Siempre asocié este olor al que emanaba del portal de una casa por la que pasaba a diario cuando salía del colegio y encaraba el paseo del Pintor Rosales desde Ferraz, allí había un piso destinado a oficinas de Cruz Verde.
La calle Pintores de Cáceres me olía, cuando tenía cinco años, a anises, caramelos, bolas de chicle. Este olor lo tenía identificado en otro lugar, la calle de las tiendas de Bejar. 
Más olores. Fundamental. Básico:

El de la casa de Guareña. Entonces las llamábamos abuelitas y no pasaba nada. Bueno pues este olor era excepcional. No se sí lo podré explicar. Olía a una mezcla deliciosa, iba a decir divina pero me parece excesivo, de chacina de la matanza con horno del pan que se hacía en casa, con limpieza, con aceite de los molinos, con alacenas repletas de queso, de aceitunas (creo que odiadas por mi abuelo), todo mezclado con el olor de la plancha caliente, bien atiborrada de brasas de carbón que se utilizaba para alisar la ropa blanca  previamente impregnada en almidón.


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