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miércoles, 26 de marzo de 2014

MOHAMED EL-BARADEIN



Mientras que bajaba las escaleras del avión que acababa de aterrizar en el Aeropuerto Internacional Saddan, Al-Baradei se notaba enormemente cansado. Los años eran la causa eficiente e inmediata del declive de su organismo. Estaba haciendo estragos. Ya no es lo que era. Se encontraba muy cansado. Estos desplazamientos entre El Cairo y Bagdad hasta hace bien poco tiempo los llevaba a cabo sin esfuerzo alguno; incluso con una pasión y vitalidad que sólo podrían explicarse por ser consecuencia del interés con que se tomaba los importantes cometidos que, frecuentemente, le encomendaba su colega Hans Blix. Con quien le unía una estrecha amistad desde hace tiempo. Desde que coincidieron en la prestigiosa Universidad de Nueva York en donde entablaron una relación más allá de lo puramente académico que les llevaba a enzarzarse en interminables diatribas sobre sus diferentes puntos de vista respecto del problema árabe. Por estas razones, a menudo, Hans, le encomendaba no sólo la realización de arriesgadas comprometidas investigaciones sino que también le daba gran margen de libertad para seleccionar el equipo de profesionales con que fuera a realizar las tareas de control de armas no convencionales acordadas en la Comisión de Vigilancia, Verificación e Inspección de Armas dependiente de la ONU. También habían sido compañeros durante su etapa anterior en la Agencia de Energía Atómica. Todo esto le suponía un incremento importante en su desgaste físico.

El caso es que o bien por las razones que fueran, El-Baradein, a pesar de todos sus sacrificios se vino de su misión en Bagdad con la incertidumbre de no saber si la investigación de armas que se le había asignado con tanta precipitación dada la alarma provocada había servido para algo. No encontró nada de lo que se decía que tenía que buscar por haberlo ocultado tan celosamente Saddan Husein o porque, simplemente, no hubiera nada que ocultar. Con lo que su Informe de nada debió servir porque, al poco tiempo, tanto la inerte cabeza de la estatua como la propia del anterior dictador, ecuestremente inmortalizado, localizada en un zulo, acabaron rodando por los suelos a la vista de todo el mundo. Su perplejidad era grande al comprobar que sus servicios a quienes habían aprovechado era a los hermanos musulmanes. Todo esto le hizo reflexionar sobre si no le estarían haciendo el juego a los Hermanos Musulmanes con el derrocamiento de Sadan y como, posteriormente, ocurriría con Gadafi en Libia. 

Parece como si hubiera cierta inclinación por favorecer, incluso en Siria, los movimientos más integristas, más extremistas, más peligrosos por su vesánico fundamentalismo. Tal vez estos grupos puedan estar extorsionando con amenazas que nos hagan recordar la Torres Gemelas, el metro de Madrid, o el atentado de Londres. No deja de ser sugerente que el propio Mohamed El-Baradein se incorporara a la estructura gubernamental de Morsi (creo que hoy mismo ha sido condenado a pena de muerte junto con 529 seguidores) después de dar al traste con Mubarak incorporándose a la Vicepresidencia del Gobierno de los, otra vez en este caso, favorecedores de los Hermanos Musulmanes. Entre tanto, Baradein descansa en Viena. Conclusión: una vez más se demuestra que de poco sirven los verificadores, sobre los que en España tenemos una reciente desagradable y esperpéntica experiencia.

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