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martes, 30 de octubre de 2012

LAS CUARENTA HORAS



La productividad de la función pública, la rentabilidad de la actividad desarrollada por los empleados de la administración, su eficacia, el retorno que comportan los medios humanos y materiales puestos en funcionamiento no pueden evaluarse en estrictos términos de economía inmediata. El interés general, el servicio público, el provecho social que están llamados a conseguir aquellos, solamente pueden computarse con el análisis del grado de satisfacción por la gestión percibido por la mayoría. Solamente si advertimos una general complacencia podrá proclamarse el logro del propósito pretendido. Bajo estas condiciones sí podrá afirmarse la restauración de la credibilidad perdida, la desatención al efecto huida del derecho administrativo con el consiguiente emprendimiento de actividades económicas regeneradoras del tejido industrial.



En este proyecto consustancial a la propia razón de ser de la administración no sólo hay que contar con normas bien intencionadas y predispuestas, me refiero a todas aquellas que se han promulgado últimamente con manifiesta vocación de hacer la administración algo próximo, accesible y fácil al ciudadano pero que luego no es así; sino que quienes tienen que estar en la mejor actitud son los propios encargados de la gestión pública desde sus diferentes puestos de responsabilidad. En primer lugar, quienes se encuentran en esa situación deben ser suficientes tanto en el aspecto cualitativo (impregnados del sentido de misión) como en el cuantitativo (tienen que ser los necesarios ni más ni menos; ahora, el problema es que tal vez seamos “muchos”). Pero no importa. No nos rasguemos las vestiduras ante el dilema ¿qué hacemos con todos los que sobran?. Aunque seamos muchos, vamos a provocar la plena disponibilidad de los recursos con que contamos en pos de una verdadera eficacia y eficiencia administrativa. Que el imprescindible ahorro no quede en la mojigata visión del ahorro del papel oficial o en la falta de suministro de artículos de oficina (“el chocolate del loro”). Una cosa es cortar el derroche y otra la privación injustificada. Los objetivos enunciados requieren de un personal dispuesto a ayudar. Resolver dudas. Facilitar gestiones. Quedar muy claro que esta misión es la que integra la parte fundamental del quehacer diario del empleado público. Y, perdón por la cursilería, debe ser cometido de los puestos directivos generar ilusión en el trabajador y no desencantamiento o incuria que a veces puede provocar represalias en el actuar ordinario del descorazonado profesional.



La productividad real de la función pública no se consigue a base de horas, mano sobre mano (35, 40 qué más da...) sino con un compromiso firme de impulso de las actividades económicas. Esta es la finalidad que hay que favorecer en todos los ordenes.

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